Terapia centrada en la persona.
La terapia persona a persona tiene su origen en el trabajo y la investigación de Carl Rogers.
El encuadre de este enfoque terapéutico es humanista por excelencia, lo que se sostiene en una visión holística del ser humano, en el reconocimiento de sus capacidades innatas y en un profundo respeto por su singularidad y subjetividad.
Una característica muy distintiva de este modelo consiste en su “no-directividad”. ¿Qué significa esto? Fundamentalmente que es el paciente quién es el “amo” de sí mismo, que es el “único experto en él mismo” y, por eso, es el agente clave para descubrir y llegar a saber cuáles son las respuestas que viene a buscar a la consulta.
En el momento histórico en que surgió, en el que predominaban el conductismo y el psicoanálisis, Rogers – que comenzó a trabajar desde el enfoque dinámico – enfatizó su trabajo en promover esta capacidad de agente del individuo. Esto lo llevo a mutar desde el significante “paciente” al de “cliente” y, con el tiempo, transformarlo en algo tan profundo y explícito como el término “persona” (resaltando el papel central del individuo y sus cualidades de “ser humano como agente de su destino”).
Como ya he comentado en el artículo Psicología y Budismo I, una de las características del planteamiento de Rogers es el concepto de tendencia actualizante. Este constructe representa el hecho de que la vida se rige a través de un proceso activo que estimula a cualquier organismo a mantenerse, mejorarse y reproducirse. En otras palabras, a desarrollar lo mejor de sí. Es decir, considera que cada persona cuenta, “per se”, con una capacidad innata para desarrollarse y realizarse. Se entiende que esta tendencia opera siempre y resulta ser la condición distintiva de la vida, tanto a nivel orgánico y funcional, como en lo que se refiere la autorregulación y la emancipación. De manera que el objetivo central del trabajo terapéutico consiste en crear las condiciones favorables para que esta tendencia actualizante pueda desplegarse sin impedimentos. Dicho de otra manera, se trata de acompañar el proceso de desvelamiento y despliegue de nuestra naturaleza más íntima. Podríamos expresarlo como un proceso por el que vamos aproximándonos a nuestra raíz más profunda, y así permitimos que aflore el conocimiento y la sabiduría intuitiva que ya está presente en nosotros.
La pregunta que surge de un modo espontáneo es: si está tendencia ya está presente en cada ser humano ¿cómo es que nos cuesta tanto sentirnos bien y realizarnos? La respuesta es que, lamentablemente, la hemos desplazado de nuestro foco de atención y, con el tiempo, ya nos resulta muy difícil contactar con ella. Pero no nos tenemos que sentir culpables por ello, no ha sido un capricho o una compulsión perversa desviarnos de nuestro camino. Lo hemos hecho para poder sobrevivir. Y esto se ha convertido en un hábito. Un hábito que se ha ido consolidando en nuestra arquitectura cerebral.
¿Qué ha pasado entonces? Como todo ser vivo, nuestra necesidad prioritaria es la de sobrevivir, nuestra sabiduría ancestral nos impele prioritariamente a concentrar todas nuestras energías en mantenernos vivos. ¿Y cómo hacemos esto? De dos maneras, la primera es través de las respuestas orgánicas de satisfacción de nuestras necesidades vitales básicas; la segunda, como todo mamífero, a partir de nuestra relación con nuestros congéneres. Así el vínculo con nuestros cuidadores es clave para nuestra supervivencia. Nuestra vida emocional tiene su origen en esta necesidad de poder intercambiar nuestros estados de ánimo con los seres que nos rodean y poder orientarnos en relación a nuestro desarrollo. Comprender el mundo, aprender, desarrollar nuestras capacidades intelectuales, incluso recibir el cuidado de nuestros padres, están íntimamente relacionados con el hecho de relacionarnos. De hecho, hasta las capacidades más elevadas de autorrealización y de desarrollo de la conciencia tienen que ver con estas habilidades de relacionarnos (en este último caso, con nosotros mismos).
Pero volviendo al tema de la falta de contacto con nuestra tendencia actualizante; tenemos ineludiblemente que referirnos a que esta necesidad de obtener cuidados y su obtención, está imbricadamente conectada con el hecho de sentirnos “valiosos”, “ser dignos de ser amados” y, por lo tanto, de “ser cuidados”. De modo que para un niño es tremendamente importante sentirse mirado, amado y, en definitiva, atendido. Esto es lo que, en definitiva, permitirá consolidar la sensación de que seguir lo que nos dicta nuestro interior es algo realmente importante, valioso y digno.
Se supone que el entorno ideal de crecimiento del niño ya le proporciona estos cuidados, esta mirada amorosa de un modo incondicional, “simplemente por lo que es”, “por la persona que es”, sin condiciones ni miramientos. Lamentablemente esto no suele ser así por norma, y el niño va dirigiendo esta capacidad de comunicar afectivamente no ya por quien es, sino en el sentido de “ganarse” el afecto y el cuidado de los padres. Es cierto que no todo es admisible y que incluso el propio niño y, en especial, el adolescente, ya prefieren que exista un límite que haga emerger y desplegar su deseo. Pero lo que también es verdad es que más allá de tener que aprender a gestionarnos a nosotros mismos y a relacionarnos con los demás, todo “ser” es digno de ser considerado como “valioso”. O, lo que sería lo mismo, todo niño (y todo individuo) posee la dignidad que le confiere el hecho de ser una expresión de la vida y de la conciencia. Pero, como hemos dicho antes, el hecho de que nuestros padres no hayan sido tratados así en su niñez y que no tengan un contacto efectivo con esa cualidad digna presente en ellos, redunda en que no la puedan ver en nosotros. En definitiva, el niño ya no expresa su verdadero ser e inconscientemente se traiciona a sí mismo colocándose en el papel que sus padres consideran como “merecedor de su amor”. Se produce, en efecto, una desviación, la tendencia actualizante natural queda sin alimento, sin espacio ni agua para poder crecer. La vida ahora pasa a ser vivida desde aquel que es reconocido por “lo que hace” y “no por quien verdaderamente es”. Es así que este desfasaje, esta incongruencia (de la que muchas veces no tenemos conciencia) nos aboca a la tensión y al sufrimiento. Es así que acudimos por ayuda, por algo o alguien que nos ayude a desenmarañar el nudo en el que estamos metidos.
El papel del terapeuta.
En mi opinión el papel del terapeuta tiene que ver con la restauración en la persona de un apego seguro. ¿Qué significa en este caso un apego seguro? El hecho de poder reconocer y cultivar un lugar, un espacio interno de dignidad, valor, seguridad y confianza. Es decir, un lugar donde podemos descansar siendo nosotros mismos. Un espacio de congruencia y aceptación. Si, por lo que fuera, y como nos pasa a la mayoría, tenemos dificultades para acceder a ese espacio en nuestra vida, viviremos en un estado de tensión, de insatisfacción y ansiedad; producto de esta falta de alineación entre lo que sentimos y lo que hacemos.
Nuestra labor como terapeutas consiste pues en acompañar y “promover” este proceso de volver a “casa”, de contactar con ese ser que, por no ser escuchado, se ha quedado mudo y agazapado en nuestro interior. ¿Y cómo podemos hacer esto? De acuerdo con Rogers, aportando a la relación las cualidades que representan este contacto: congruencia, aceptación incondicional y empatía.
Desde mi punto de vista, resaltaría el hecho de que, más que aportar, es necesario encarnar, integrar y resonar con estas cualidades en nuestra propia vida. De algún modo, lo que propongo es que es necesario tener la intención y la decisión de encarnar esas cualidades para con nosotros mismos. Si el propio terapeuta se halla inmerso en este proceso personal será prácticamente imposible que pueda ofrecer estas cualidades al espacio terapéutico. Se trata de ser lo más congruente con uno mismo, aceptarse incondicionalmente y ser empático hacia nuestra persona para poder serlo con todos aquellos que nos rodean, en especial con nuestros pacientes.
En otras palabras, nuestra labor está relacionada con nuestra presencia. Una presencia que nos permite acogernos y acoger a los demás. El planteamiento es que nuestras actitudes de congruencia, aceptación incondicional y empatía permitirán que el cliente se relaje ante la mirada de otro significativo. Esta actitud de acogimiento sin juicios tenderá a relajar sus defensas; “ser quién uno es”, ya no será una amenaza para la supervivencia. El paciente podrá contar con el aprecio incondicional que sobreviene de su condición de persona. El hecho de que coincidamos o no con sus planteamientos, no resulta relevante, no lo estamos “aprobando”; lisa y llanamente, validamos su experiencia. De hecho, nos colocamos en su marco de referencia para poder comprender “su verdad”.
Poco a poco, los contenidos que fueron expulsados de la conciencia con el fin de apartar todo aquello por lo que se lo consideraba indigno de amor y cuidado, pueden comenzar a emerger y a ser reconocidos por el paciente. Es decir, el terapeuta aporta las condiciones “seguras” para que el paciente pueda ser “quien es” sin miedo a ser juzgado, recriminado o no validado. Se reeditan así las situaciones que dieron origen a esta “tensión” por tratar de ser quien no se es. La diferencia es que ahora el paciente se encuentra ante otro significativo que le aporta un espacio seguro, un contenedor en el que no hay nada que temer sobre sí mismo. Paulatinamente la persona, al sentirse aceptada incondicionalmente, va siendo capaz de generar ese aprecio de sí mismo en su interior. Dicho de otra manera, puede internalizar el apego seguro que le proporciona el terapeuta. Es decir, se produce un proceso de aceptación, de encuentro con uno mismo y, paradójicamente, esto puede dar lugar al inicio de un proceso de cambio. La paradoja del cambio se asienta en el hecho de que para que se produzca un cambio es necesario primero aceptar “lo que hay”, y recién después se produce el cambio. Un cambio que puede ser manifiesto y concreto, o simplemente un cambio de mirada sobre lo que no se era capaz de aceptar.
De modo que es crucial el hecho de que la persona pueda contactar y redescubrir este espacio de apego seguro dentro de sí, y para ello es fundamental que la presencia del terapeuta irradie estas cualidades. Y esto sólo es posible si se realiza en primera persona. El terapeuta ha de haber hecho un trabajo previo de descubrimiento y aceptación incondicional de sí mismo y, sólo así, podrá lograr mostrarse congruente y auténtico. En definitiva, el camino de reconocimiento de nuestra propi realidad es lo que nos permite aportar cierta luz para que los buscan nuestra ayuda encuentren su propio camino.
Copyright © 2015 Esteban Andrés Galliera Elizalde.